Leer requiere tiempo del que no se dispone y esfuerzos temerarios... ¡O eso parece! Los ciudadanos españoles nacidos en los años cuarenta y cincuenta (quienes cumplieron los veinte en las décadas de 1960 y 1970) protagonizaron una revolución cultural en uno de los peores escenarios posibles: Leer más. Hábito que por aquel entonces era mal visto, suscitaba sospechas y estaba controlado.
Pero esa dinámica, ese afán más o menos generalizado por saber, se rompió. Fue un cambio lento, casi impercentible, pues ese tipo de tendencias no mudan de la noche a la mañana. Del querer saber, vigente hasta los primeros años ochenta, se pasó a un creciente hedonismo o comodidad cultural.
A propósito de la virtud de leer, Félix de Azúa, poeta vocacional y filósofo de formación, ha publicado en El periódico un texto en el que alude a la actualidad para, enraizando su racionamiento en ciertos simplismos mediáticos, escribir:
"Mientras los modelos de conducta se construyeron con urdimbre literaria, la estructura moral del personaje imitado estaba garantizada. La lectura da forma a la experiencia, pero le añade reflexión propia y autónoma. La imagen, no. Por eso la lectura no es una actividad técnica superada, sino una de las fuentes del aprendizaje más reprimida por unas élites que desprecian la inteligencia. Recomiendo, sobre todo a los maestros, la lectura de ¿Para qué sirve la literatura?, de Antoine Compagnon (editorial Acantilado), si quieren recuperar un poco de fe en sí mismos. Es ventajoso proteger al cachalote bizco y a la rana lunera, pero si tuviéramos un Gobierno medianamente sensato, financiaría una oenegé que extendiera la lectura por este desolado país. Con que picaran cien al año, estábamos salvados".
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