La reciente iniciativa de Google de crear una biblioteca virtual ha reavivado un debate que amenaza con eternizarse y que se resume con una pregunta: ¿Corren peligro real de desaparecer los libros debido a la competencia que plantean la informática más Internet?
En cierto modo, el hecho de que ese debate siga abierto desde hace ya dos decenios indica que las nuevas tecnologías son poderosas, pero no tanto, o sólo en ciertos aspectos y para ciertas finalidades.
Sin embargo, es evidente que en determinados ámbitos del mundo del libro los efectos de Internet han sido demoledores. ¿Por ejemplo?: Los libros de consulta en general pierden mercado año tras año y seguirán perdiéndolo en proporción al aumento del número de centros escolares y de hogares con acceso a la Red.
En paralelo, la iniciativa de Google --que es legítima y que en gran medida era previsible e incluso natural, económicamente hablando-- ha puesto encima de la mesa otro debate: ¿Qué idiomas corren mayor riesgo de perder usuarios y, por tanto, interés como vehículo de comunicación oral, impreso y electrónico? No en vano, a medida que aumente el fondo bibliográfico de Google y otros servicios simialres --elemento este que a su vez refuerza otros condicionantes-- será mayor el número de ciudadanos no anglófonos interesados, por razones básicamente económicas, en convertir el inglés en su lengua laboral o profesional, pues el campo donde mejor pueden calar las bibliotecas virtuales es en el de las ciencias, la tecnología, la mercadotecnia y el conocimiento generalista.
Los colectivos lingüísticos con un número de usuarios inferior al millón de personas --así lo han advertido distintos especialistas-- se enfrentan a otra amenaza real e inmediata para la supervivencia de sus idiomas. Son dos problemas distintos, pero cada vez más interrrelacionados, a la postre la raíz de ambos es un hecho incontrovertible: los idiomas, así como los medios utilizados para comunicarse, son instrumentos. Tan maravillosos como sustituibles. La función crea el órgano, sólo excepcionalmente ocurre al revés. Y este no es el caso.
Hay, en ese amplio e irresumible debate, un aspecto a tener muy en cuenta por parte de los profesionales libreros: el rol de la palabra escrita en papel está en proceso de reinvención, que no de muerte. Los libreros deben (o debemos) reinventar el oficio, al igual que lo han hecho y hacen los contables, los notarios, los arquitectos, los abogados, los delineantes, los periodistas, los profesores de enseñanza básica y universitaria, los agrimensores, los obreros de la automoción o los oficiales de marina mercante. Porque la tecnología obliga, como siempre ha sido.
El debate, pues, está y seguirá abierto.
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